JUICIO A LOS ANIMALES


Principios del siglo XIX. Madrid. Un perro pasea por la villa con un cartel colgado al cuello en el que se lee “Soy de Godoy. ¡No temo a nada!”. El “ Príncipe de la Paz”, ofendido por la velada acusación de prepotencia que porta el can manda su arresto y, a falta de encontrar al dueño, ordena su ingreso en prisiones militares.

Los juicios a animales fueron relativamente comunes hasta principios del siglo XX. No era raro condenar a un cerdo por comerse a un niño, a unas ratas por devorar las cosechas o incluso la petición de anatema para los insectos. No es algo tan descabellado teniendo en cuenta que los animales eran unos miembros más de la familia, más por necesidad que por cariño, como ahora ocurre. Esto llevaba a que incluso estuviera legalmente establecida la compensación por la muerte de un animal. En la ley galesa antigua si alguien mataba al gato o el perro de otra persona debía compensarlo con una cantidad de trigo equivalente al necesario para cubrir a este animal. Para ello se colgaba al pobre bicho de su cola a una altura en que su hocico tocara el suelo y se procedía a taparlo con grano. Higiene no era una palabra muy apreciada en esos momentos. 

Los bueyes y los cerdos eran los protagonistas habituales de estos juicios; los primeros por embestir a personas y los segundos por matar o devorar a niños pequeños. Legalmente se consideraba homicidio voluntario y eran condenados a morir en la horca o por el fuego.

En 1386 un juez de Falaise, Francia, condenó a una cerda a que le cortasen una pata y la cabeza y luego fuese colgada porque había matado a un niño. Fue ejecutada en la plaza vestida con ropa de hombre y la ejecución costó seis sueldos y seis dineros, aparte de un nuevo par de guantes para el verdugo que debía salir con las manos limpias después.

En 1498, en Charone, Francia, se condenó a una cerda a ser muerta a palos por haber mutilado la cara de un niño. La sentencia definía también que la carne de la cerda debía ser entregada a los perros del pueblo y que el propietario del animal y su esposa tenían que acudir en peregrinación a la Iglesia de Nuestra Señora de Pontoise trayendo un certificado del cumplimiento de esta sentencia.

Dentro de lo que cabe condenar a un animal entra dentro de lo fácil. Digamos que se localiza al susodicho cometiendo el delito y es fácil apresarlo. Pero a veces no es tarea sencilla localizar a los acusados simplemente porque son muchos:

La diócesis de Autun llamó a juicio a las ratas ( ¡ sí, las ratas!) que se habían comido gran parte de las cosechas de Borgoña. Se nombró como su abogado a un tal Chasseneux que se lo tomó muy en serio como ahora se verá. A la primera citación no acudieron las ratas y su abogado alegó que no habían recibido notificación formal. Como insistió en que era un tema que afectaba a todas las ratas de la diócesis acordó admitir su petición y las parroquias afectadas pusieron un anuncio de aplazamiento y convocaron el juicio para otra fecha. Llegado el día tampoco aparecieron. El abogado las disculpó diciendo que dado que habían convocado a todas, tanto jóvenes como viejas, los preparativos eran muy laboriosos y que no les había dado tiempo aún, solicitando un nuevo aplazamiento. Volvió a llegar el día y tampoco estaban las ratas. Nuevamente el defensor adujo un error en la convocatoria dado que las ratas tenían derecho a ser protegidas en su camino al tribunal y en la vuelta de los gatos de los demandantes. En cuanto eso se garantizara no habría problema en acudir a la cita. Dado que esta protección era costosa y las indemnizaciones por causar daño a un acusado de camino al juicio podían ser muy elevadas el pueblo se negó a seguir con el proceso y se aplazó el juicio sine die, ganando Chasseneux (y las ratas).

En otro orden de cosas los juicios por bestialismo también provocaron muchas veces el ajusticiamiento de animales. No sólo se prohibía la práctica de la zoofilia, sino que el hecho de nombrarla ya era considerado un crimen ( offensa cujus nominatio crimen est). Normalmente, para humillación del humano, se condenaba a ambos a la misma pena e incluso se les enterraba juntos.

La Iglesia también condenaba a los animales pero en forma de excomunión. Se dice que San Bernardo (no confundir con el perro) predicaba en una iglesia de Foligny y, harto del rumor de las moscas a su alrededor gritó: ¡Oh , moscas, os denuncio!” y en ese instante cayeron todas fulminadas. También se llegó a lanzar un anatema contra unos animales llamados “terones” que invadían las aguas de Sorrento y destruían las redes de los pescadores. En este caso se alegó que se les excomulgaba “no como peces, sino como cacodemonios”. Ahí queda.

Fuente : “Historia de la estupidez humana”, Pedro Voltes

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